Evil will never have the last word, it is love that prevails
El Ángel de Burundi
Marguérite Barankitse (Ruyigi, Burundi, 1957), es probablemente una de las personas más especiales que hemos tenido oportunidad de conocer durante nuestras estancias en Burundi.
Tuvimos el placer de conocerla por primera vez en 2009, cuando nos recibió en su propia casa en Ruyigi, y algunos pudimos repetir aquel encuentro tres años más tarde. Aunque el tiempo pasa y las cosas se olvidan, los que allí estuvimos supimos aquel mismo día que había sido uno de esos momentos que te marcan la vida, y precisamente por eso, para demostrar que aunque el tiempo pase los momentos y las personas especiales no desaparecen jamás de nuestra memoria, queríamos dedicar esta pequeña entrada al Ángel de Burundi, a nuestra amiga Maggie.
Maggie nació en Burundi a mediados de los años 50, en el seno de una acomodada familia dueña de numerosas tierras. Tras estudiar en Lourdes (Francia) y en Suiza, decidió retornar a su Ruyigi natal para ser profesora de francés, ayudar en la diócesis, y devolver de esta forma a su comunidad todo lo que había tenido la suerte de aprender. Por aquel entonces Maggie era una hermosa joven burundesa con un futuro prometedor por delante y muchos sueños e ilusiones por cumplir, pero en el otoño de 1993 se cruzó en su camino la fatídica guerra civil entre las dos principales etnias del país que duraría más de una década, y su vida nunca volvió a ser la misma.
Ella nunca entendió de diferencias, y por eso, pese a ser tutsi, y aun a sabiendas de que aquello podía costarle la vida, escondió en los edificios de la diócesis a más de cien personas, la mayoría hutus perseguidos por los tutsis. Al estallar el conflicto Maggie ya había adoptado a siete niños y niñas, hutus y tutsis, y a ellos se unieron otros muchos niños y adultos que acudieron a refugiarse a la casa del obispado, donde sabían que ella les recibiría. Al principio eran unos pocos, pero a medida que avanzaron los días el grupo fue creciendo más y más, hasta que finalmente fueron descubiertos por los tutsis, que fueron hasta allí para aplicar su castigo, muchos de ellos – paradójicamente- familiares de la propia Maggie, quien se interpuso y trató de persuadirles para que no utilizaran la violencia, ofreciéndoles todas sus posesiones y su propia vida.
No obstante, todos sus esfuerzos resultaron en vano. Para castigar a Maggie por lo que ellos consideraban una traición por parte de una “hermana” tutsi, la desvistieron, la ataron a una silla, prendieron fuego a la casa del obispado para obligar a salir a todas las personas que estaban allí escondidas, y la obligaron a presenciar cómo asesinaban uno a uno a 72 refugiados, muchos de ellos amigos suyos. Aquel 24 de octubre de 1993, como ella misma cuenta, Maggie murió, pero también volvió a nacer. En medio de aquella desgracia se obró un milagro, y 25 niños, además de sus siete hijos adoptados, consiguieron salvarse.
Pese a dudar de todo y de todos, del sentido de la vida y de su existencia, Maggie entendió desde el principio que debía sobreponerse, que tenía una misión, y que dedicaría su vida a ella: decidió que tenía que cambiar el odio por la paz, y adoptó a aquellos 25 niños para demostrar que el amor es más fuerte que todas las otras cosas. Con ellos a su cargo consiguió pedir refugio a una pequeña organización alemana que operaba en Ruyigi, la cual les ayudó sin vacilar y dio a Maggie la oportunidad de plantar la semilla de una gran obra que todavía hoy sigue creciendo. La guerra no había hecho más que comenzar y poco a poco empezaron a llamar a la puerta del refugio más y más niños huérfanos. Los rumores se habían extendido por todo el país: “hay una loca en Ruyigi que acoge a todos los niños que se presenten, sean hutus o tutsis”, y así, siguiendo a aquellos 25 primeros niños, hoy han llegado a ser más de 20.000.
Fue entonces cuando, con ayuda de la comunidad internacional, Maggie abrió las puertas de “Maison Shalom” -Casa de la Paz-, que desde entonces trabaja en Ruyigi para la reinserción de los huérfanos en la sociedad. No contenta con ello, Maggie, trabajadora incansable, siguió dedicando todo su tiempo y sus recursos a los demás, y ha conseguido que Maison Shalom crezca abriendo más centros por todo el país, hospitales, escuelas de formación profesional y otros organismos encaminados a hacer crecer a la sociedad en la que vive, siempre bajo los valores del amor y la fraternidad.
Nos podríamos pasar horas hablando de las labores y los éxitos de Maggie, pero estos no se entenderían sin el mensaje que los acompaña. Han pasado más de cinco años desde que la conocimos, pero todas y cada una de sus palabras todavía retumban en nuestras mentes. Su testimonio es más que una vida, más que mil aventuras, historias y cicatrices de una guerra, es un mensaje claro y sencillo que ojalá pudiese llegar a todo el mundo: el mundo se mueve por amor.
Pese a haber sido nominada jamás le darán el Nóbel de la Paz, ella misma reniega de todo tipo de premios que solo recoge cuando con ello ayuda a que su comunidad siga creciendo. Maggie tiene demasiadas cosas que celebrar, pero ella prefiere centrar todo su esfuerzo en Maison Shalom, que sin duda es el mejor premio que le ha podido dar la vida. Esperamos que después de esta entrada podáis conocerla mejor, o que por lo menos sea suficiente para hacernos reflexionar sobre qué es lo que nos mueve en esta vida. Maggie encontró su camino en la fe y en al amor cuando la vida no se lo había puesto nada fácil. Ojalá todos nosotros pudiésemos encontrar nuestro camino como lo ha hecho ella, y sobre todo, ojalá todos tuviésemos su fuerza y ganas de cambiar el mundo.
Gracias por todo Maggie, urakoze cane.
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