Germán Arconada del Valle, o para nosotros simplemente “Padre Arconada”, es sin duda una de las personas más excepcionales que los voluntarios de ASU hemos podido conocer durante nuestros años de trabajo en el corazón de África. Tras haber pasado los últimos 60 años de su vida como misionero en Burundi, el Padre Arconada fallecía hace unas semanas, siendo un ejemplo de sacrificio y entrega hasta el final de sus días. Sirva este breve relato como homenaje a una persona que marcó la vida de muchos de los voluntarios de ASU y que, desde nuestros primeros años en Burundi, nos inspiró para continuar con nuestra labor.
En mi caso, conocí al Padre Arconada por primera vez hace ya más de diez años. Por aquel entonces, yo era un universitario un poco perdido y, como muchos jóvenes, tenía como modelo a seguir a personas exitosas como deportistas o grandes empresarios. Pero aquel encuentro fortuito con el Padre Arconada supuso todo un descubrimiento para muchos de los voluntarios de ASU, pues nos permitió entender que todos y cada uno de nosotros, independientemente de nuestro contexto, podíamos tener un enorme impacto en el mundo que nos rodea si de verdad nos lo proponíamos. Con los años, he tenido la inmensa suerte de coincidir muchas veces más con el Padre Arconada en Burundi, y raro es el día en el que no haya aprendido algo de él y de su forma de entender la vida. Y aunque no es tarea fácil resumir una vida tan intensa en unas pocas líneas, espero que este testimonio sea al menos una pincelada que sirva para acercarnos a una persona realmente inigualable.
El Padre Arconada llegó a Burundi a principios de los años 60 como Misionero de África, más conocidos como los Padres Blancos. Durante más de cincuenta años, trabajó sin descanso por este país, uno de los más pobres del mundo. Allí vivió grandes momentos pero también el sufrimiento provocado por las tres guerras étnicas (1972, 1988 y 1993), llegando incluso a temer por su vida y debiendo abandonar temporalmente el país en más de una ocasión al sentirse amenazado. Pero el Padre Arconada siempre volvía a Burundi. Y siempre tenía proyectos nuevos en mente. En su parroquia de Tenga, que los voluntarios de ASU conocemos bien, construyó iglesias, casas, dispensarios, escuelas, caminos y hasta puentes. Alfabetizó a pequeños y mayores. Ayudó a hutus y tutsis, sin dejar tampoco de lado a los pigmeos batwa. Consiguió incluso el apoyo del Real Madrid para el equipo de fútbol de la escuela. Y en los últimos años, se aventuró incluso con proyectos de mejora del rendimiento agrícola, que tuvieron un gran éxito. Para él, no había nada imposible.
Pero sobre todo, el Padre Arconada ayudaba a la gente, y especialmente a los más desfavorecidos. Ellos eran sus favoritos, los que daban sentido a su misión. Y siempre estaba rodeado de ellos. Con frecuencia, nos lo recordaba: “si nos olvidamos de los pobres, nos olvidamos del Evangelio”. Y este descubrimiento fue el que cambió su forma de hacer las cosas. Él mismo reconocía que su primera etapa en Burundi había estado “equivocado”, lo cual se hacía raro viniendo de una persona entregada al prójimo. Y lo explicaba: “Pasé muchos años dedicándome a hacer proyectos, proyectos y más proyectos. Todo el mundo me lo agradecía y tenía la sensación de hacer mucho y de ser una grandísimo misionero. Lo principal para mí era promover la labor social en Burundi, el progreso humano del país. Tuvieron que pasar 30 años para que me diera cuenta de mi error, durante unos ejercicios espirituales en Jerusalén: sin predicar el amor de Dios, todo aquello no era nada, carecía de sentido”.
Aquel cambio se produjo al ver cómo todo su trabajo desaparecía con las cruentas guerras de los años noventa, que fueron especialmente devastadoras en su parroquia de Tenga. Lejos de caer en la desesperación, el Padre Arconada volvió a empezar de nuevo, pero esta vez “convertido”. Él mismo lo contaba así: “Un día, a primeros de noviembre de 1993, Dios me tiró del caballo. Estaba con mi amigo Yayo junto al puente del río Ruvironza. Eran los primeros días de la guerra étnica. De pronto, entre las aguas turbias, vimos un cadáver mutilado que bajaba por el río. Al poco tiempo otro cadáver también mutilado era arrastrado… La imagen se me quedó grabada como una pregunta acuciante: tantas vidas sesgadas por los odios, tantas escuelas y dispensarios destruidos, ¿qué hemos hecho para que esto suceda? La respuesta me fue llegando como una convicción: lo más importante es favorecer la conciencia de fraternidad. La construcción de escuelas y dispensarios solo es evangelizadora si nace de esta fraternidad que brota de la fe en Jesucristo, que nos une a todos, africanos y europeos, en un testimonio de amor”.
Todo aquello le llevó a la siguiente reflexión: “Hemos construido puentes, escuelas y pozos, pero no hemos logrado cambiar los corazones mediante el amor de Dios”. Y entonces volvió a empezar de nuevo, pero cambiando de prisma: “Tenemos que seguir haciendo proyectos, muchos, pero lo más importante tiene que ser la predicación del amor de Dios. La solución a las divisiones solo puede encontrarse abriendo el corazón al amor fraterno”. Y así es como su misión cobró sentido: aspirando a una fraternidad universal. Curiosamente, el mismo mensaje que el Papa Francisco manda ahora, treinta años más tarde, con la publicación de su última encíclica Fratelli Tutti.
Por eso, cuando le preguntábamos por su trabajo al Padre Arconada en alguna de nuestras tertulias, siempre le gustaba saltar rápidamente de los hechos a lo trascendental. Y si le preguntabas por sus “éxitos”, siempre respondía que sus alegrías más profundas venían al ver todo lo que Dios había logrado cambiar en Burundi. Y añadía: “Para ser misionero, hay que ser un admirador de Dios, un testigo de lo que Dios puede hacer cuando dejamos que actúe en nuestras vidas. Hay muchos errores en el mundo, porque confiamos muy poco en Dios. Hemos creído que el hombre sin Dios puede arreglar los problemas del mundo; Dios creó el mundo y ahora excluimos a Dios. Pero no podemos olvidar que es Dios quien nos indica el camino de la felicidad”.
Y si ser misionero consiste en ser testigo del amor de Dios, el Padre Arconada lo fue hasta el final. Y además, sabía contagiarlo. Siempre nos decía que estaba seguro de que alguno de los voluntarios de ASU iba para misionero, generalmente mirando de reojo a Gaspar. Y hasta en esto tenía razón, no con Gaspar pero sí con Chete, quien acabó haciéndose misionero años después a raíz de sus experiencias en Burundi. Y es el que Padre Arconada nos inspiró a muchos. Tuvimos la suerte de compartir proyectos, compartir vivencias, compartir inquietudes y, sobre todo, tuvimos la suerte de aprender de su amor incondicional por Burundi.
Él siempre decía “el año que viene ya no estaré por aquí cuando volváis”, y año tras año le corregíamos con cariño cuando nos recibía de vuelta en Bujumbura. La última vez que le vi fue en la fiesta de la Hispanidad el año pasado, en la cual tradicionalmente nos reunimos los pocos españoles que andamos por Burundi para, en comunidad, echar un poco menos en falta nuestra querida tierra natal. Recuerdo que era un domingo tranquilo y soleado, y estábamos tomando un delicioso pescado “capitaine” a orillas del Lago Tanganica. Todo un privilegio. Pero, pese a lo apacible del entorno y del momento, al Padre Arconada le faltaba tiempo para hablar de proyectos y más proyectos. Quedamos unas semanas después para encontrarnos en Gitega y estudiar juntos unos nuevos proyectos agrícolas que tenía en mente. Una tormenta tropical me sorprendió en la carretera, me retrasé y llegué unos minutos tarde a nuestro encuentro. Cuando llegué a su casa y pregunté por él, me dijeron que ya se había echado al monte, caminando por supuesto para no perder las buenas costumbres y como si el diluvio no fuera con él. Y me quedé sin verle. Así era él, 83 años a sus espaldas pero ni un minuto que perder. Nunca pensé que no lo volvería a ver: el Padre Arconada estaba siempre tan presente que parecía imposible concebir que algún día ya no estaría allí.
Así has sido, Padre, y así te recordaremos. Allí, con los más pobres. Siempre pensando en ellos, siempre rodeado de ellos. Siempre con una sonrisa, siempre con cariño. Siempre con fe, siempre con esperanza. Siempre hablando de proyectos, siempre hablando del amor de Dios. Sin un minuto que perder.
Y así te damos las gracias, Padre. Gracias por habernos abierto las puertas del corazón de África. Gracias por las muchas tertulias, por tu testimonio, por tu ejemplo. Gracias por haber sido fiel a tu misión hasta el final. Gracias por ser testigo del amor que Dios nos tiene. Gracias por habernos enseñado a amar sin límites a personas desconocidas en un país desconocido. Gracias por mostrarnos el camino de nuestra labor en el corazón de África, que continuaremos a la luz de tu ejemplo. Porque, en realidad, nunca te fuiste de Burundi. Gracias por todo, Germán Arconada del Valle; urakoze cane, Padre Arconada.