¡Seguimos! Y que mejor manera de empezar la semana que con el testimonio de otra voluntaria del pasado Proyecto Nicaragua. Pasan los meses y en sus cabezas sigue retumbando todo lo vivido, la gente con la que se encontraron, las sonrisas que sacaron (y les sacaron), las experiencias vividas, las historias escuchadas, los juegos compartidos, pero sobre todo, todo lo que les han enseñado los nicaragüenses y que les ha hecho replantearse muchas cosas. Como dice, solo cuando lo tienes delante lo entiendes de verdad.
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Parece que fue ayer cuando salía de mi casa a las 12 de la noche con los nervios a flor de piel, rumbo a un país del que sabía poco más que su nombre y capital. La llegada al aeropuerto fue un cúmulo de sentimientos, una mezcla de emoción, intriga, miedo y muchísima ilusión se mezclaban con el frenesí que suponía encargarse de las maletas, sacar billetes, conocer a los demás voluntarios y sobre todo, no perder el avión que nos llevaría al mejor mes de julio de nuestras vidas.
Lo primero que piensas cuando llegas a Nicaragua es: ¡que calor! Justo después va un: ¡que verde es todo! Y a continuación llega la frase que nos llevó a los 31 voluntarios a cruzar el charco: que pobre es todo…
Las carreteras son mínimas y mal asfaltadas. Los barrios, en la mayoría de los casos, son un conjunto de chabolas de chapa mal distribuidas sobre auténticos barrizales. Las casas, de una sola estancia, son poco más que cuatro paredes de barro y un tejado de chapa, en las que el suelo es de tierra, y la cocina, el salón y el único dormitorio que hay, comparten un mismo espacio. Aunque sea difícil de imaginar, en ellas suelen vivir familias de hasta 9 hijos con sus animales, desde perros, hasta cerdos u ocas.
Pero más allá de toda esa pobreza, y aunque sea complicado de entender, encuentras alegría a cada paso que caminas, las personas son felices con lo poquísimo que tienen, y son los niños y sus sonrisas las cosas que recuerdas a día de hoy, mes y medio después de la gran aventura.
Aún escuchamos en nuestras cabezas los gritos de ilusión de los niños cuando llegaban los “gringos”, como nos conocían por allí, todas las canciones que se aprendieron y que probablemente no hayan dejado de cantar o el juego de la zapatilla por detrás, al que algún día pillarán el tranquillo.
Llegas allí pensando que intentarás echar una mano en todo lo que puedas, pero vuelves de allí teniendo claro que han sido ellos quienes te han ayudado a ti… Al ver que tus problemas son granos de arena de los que haces montañas, a dar gracias por todo lo que tienes sin merecértelo más que ellos, a ver que la felicidad no se basa en las cosas materiales que tengamos, y que los abrazos son mejor recompensa que cualquier cantidad de dinero. Y es que todos hemos escuchado estas frases millones de veces, en casa, en el colegio… pero solo cuando lo tienes delante lo entiendes de verdad.
Y aunque hemos podido hacer poco en el mes que hemos pasado allí, todo lo que hemos hecho ha sido con el corazón. Nos vamos con la alegría de que Jordi Antonio aprendió las vocales, Valeria entendió que hay que ir a clase todos los días si quiere aprender, Pablo dejó la lucha libre para los de la tele y Víctor vió que hay vida más allá del pandilleo.
¡Nos vamos Nicaragua, pero estamos seguros de que muy pronto volveremos!
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